¿No tienen la sensación de que, desde el desembarco en España de las maneras de Steve Bannon de hacer política, con el auge de la extrema derecha populista y neofranquista cutre, vivimos en un país y una sociedad más crispados que nunca? Como si las calles y las redes se hubiesen convertido, de repente, en algo parecido a los fondos de estadios de fútbol, que en su mayoría son muy de derechas salvo honrosas excepciones. Como si ahora ser un hooligan de la vida diera puntos. Como si nos faltase tiempo para la calma, hablar normal y no gritarnos.
Cabría preguntarse por qué a los neoliberales les reporta tanto éxito eso de llevar a la política las claves más competitivas y fanáticas del deporte, hipertrofiando la competición, haciendo de cada gesto cotidiano y de cada debate público un torneo. Como todo en la vida, la cosa va de ideologías y quienes promueven esta suerte de darwinismo social nacionalista son de derechas o muy de derechas. Patriotas de pulsera con banderita monárquica, tiburones convencidos de que la vida es una copa que ganar a cada momento.
En los medios esto también se refleja, porque da dinero: en tertulias que parecen partidos de solteros contra casados, con bandos supuestamente enfrentados e irreconciliables; tertulianos que lo mismo fueron directores de un diario deportivo líder que al día siguiente pasaron a dirigir un tabloide repleto de afirmaciones sensacionalistas; pactómetros a modo de porra como si no hubiera un mañana; y una tendencia cada vez menos disimulada en Twitter para que esta red social sea el mayor lodazal imaginable. Reduciendo la política a un espectáculo en la que, además, cualquier idea es legítima. Incluso las que niegan la violencia de género y justifican la dictadura de Franco. Todo vale por el ‘show business’, por un % de ‘share’ o por un clic.
La fanatización cotidiana
Para la derecha, el fútbol, como deporte de masas y negocio mundial, se ha convertido en la fuente ideal de la que emular héroes, promover según qué conceptos nada solidarios y sacar cánticos a pasear. Desatando las pasiones más bajas de una nada desdeñable parte de la sociedad.
Nuestro país, en plena guerra de banderas y efervescencia nacionalista patria, se ha convertido en el escenario perfecto para que una parte de la opinión pública considere idóneo que unos futbolistas reciban la vacuna sin venir a cuento por protocolo sanitario para ir a jugar la Eurocopa, para que muchos miren a otro lado ante conductas nada cívicas como no llevar mascarilla o defraudar a Hacienda o, incluso, para que una parte de la afición disculpe y defienda el comportamiento agresor de algún futbolista acusado de malos tratos. No todos los futbolistas son así, faltaría más, de hecho seguro que a muchos les asquea esto, pero existen estos desacertados referentes…
No es casual que, de repente, el aparentemente inocuo grito deportivo de “a por ellos”, escuchado en inocentes campos de fútbol o hasta de baloncesto, aparezca en manifestaciones de los amigos de la Reconquista. No es casual que, el otro día, en plena celebración preuniversitaria, unos alumnos zaragozanos se encarasen con una compañera en un bus y le gritasen lo mismo que gritó una parte troglodita de la afición del Betis para defender a un jugador de su equipo de unas acusaciones de malos tratos. Ni es casual, claro, que las hordas de fans de Vox griten al unísono el “soy español” con idéntica vehemencia que lo hacían los aficionados de la Selección Española de no sé qué europeo o mundial ya, que se me olvida, que son muchos y han ganado unos cuantos. Esta normalización de jerga forofa (y machista y nacionalista y de todo) del estadio al mitin electoral o a la calle no es inocua. Y no anticipa reflexión, calma, diálogo o buenos modos, precisamente.