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En tren de Madrid a Soria: el contraste superlativo

Viajar en tren de Madrid a Soria supone uno de los choques más agudos que puedan imaginarse, un salto de la ciudad que cree que lo protagoniza todo y donde hemos recalado muchos a otra que trata de sobrevivir en medio de eso que llaman la España vaciada, capital de la provincia menos poblada del país y convertida desde los últimos decenios, para el ferrocarril, en un fin de trayecto. A un lado, en Chamartín, los altísimos rascacielos de Azca; al otro, campos inmensos y robledales sin atisbar un alma en kilómetros.

Soria no es ni mucho menos la ciudad peor comunicada con Madrid, y si no que se lo pregunten a Teruel. La gente suele moverse en coche o en bus, que tarda menos que las tres horas del tren, pero aún a día de hoy se puede viajar en este medio de transporte si se amolda uno a sus dos horarios diarios: poco antes de las ocho de la mañana o pasadas las siete de la tarde. El tren, en cualquier caso, tiene un encanto que no superarán los autobuses ni en mil vidas y por eso, al menos por una vez, me animé a hacer el viaje por los caminos de hierro. A pesar de que cuesta, de entrada, idear planes sin pensar en la carretera. A pesar de que se tarda más que en bus -en realidad es como media hora extra-. A pesar del traqueteo y de la vía única sin electrificar desde que el tren llega a Torralba. Y a pesar de lo lejos que resulta en Madrid acercarse hasta Chamartín -la estación de la capital que conecta con todo el norte y noroeste- para alguien que vive, digamos, fuera del microcosmos del norte de esta ciudad.

Precisamente el rato en metro hasta llegar a la estación hizo que me decidiera a hacer esta pequeña crónica. ¿Quiénes habrían tenido la misma idea que yo de viajar a Soria una tarde calurosa de julio? ¿Iría prácticamente solo? ¿La gente sigue moviéndose en tren a pesar de estos horarios y del maltrato a los servicios de ancho de vía convencional? Quizá debido a que estábamos en verano, cerrando quincena, o quizá por la terquedad de los sorianos, comprobé que el ferrocarril no está ni mucho menos enterrado allí.

Finalmente éramos una treintena los pasajeros y nos podíamos ubicar a gusto en el tren; en mi vagón, una madre llevaba a su hija pequeña a ver a los abuelos, a Soria, otra hacía lo propio pero su destino en este caso era un pueblo de Guadalajara y a ambas había que añadir una pareja que se bajó en la soriana estación de Almazán.

Salir de Mordor

Ayuda a hacer un viaje así una afición por la geografía que hace que mires por la ventanilla como un niño. Sin perder detalle, y con ayuda del GPS para ver exactamente por dónde nos movíamos, pude comprobar lo gris que resulta la salida de la megalómana y gigantesca Madrid, sobre todo al norte, con sus torres elevadas, hasta bordear el aeropuerto de Barajas y enfilar el corredor del Henares. Por el camino nos cruzamos algún tren de mercancías y esto me resultaba particularmente exótico también, acostumbrado a las vías de alta velocidad.

La conurbación de Madrid, que supone un continuo hasta Guadalajara, a algo más de cincuenta kilómetros, ofrece joyas como contemplar los primeros campos de cereal entremezclados con naves industriales… y una de ellas, de la multinacional Zara Home. De repente se ven unas pacas de paja embaladas; justo al lado, aparecen dos naves con el color negro corporativo de las empresas de Amancio. El progreso era esto. Más perlas. En Alovera, a lo lejos, se podía ver una rotonda coronada por una bandera de España enorme, casi del tamaño de la circunvalación.

Pronto llega lo bueno

El tren se mueve ágil por la vía hasta las inmediaciones de Medinaceli, ya que, y esto es otra curiosidad para los cafeteros, avanza por la vía de Madrid a Zaragoza, la de siempre, la misma que recorrían los Intercity y Talgo antes de que existiese el AVE.

Este tren la sigue hasta el nudo de Torralba, justo al acceder a la provincia de Soria. De camino, pasamos del gris de Madrid y Guadalajara a contemplar parajes prometedores conforme caía la tarde y pueblos de gran belleza, como Jadraque y su castillo o la preciosa Sigüenza, la última localidad de Guadalajara antes de cambiar de provincia. En ambas estaciones había movimiento. Más gente que bajaba de la que subía, pero con cierto equilibrio. Y puntuales como un reloj.

El túnel del tiempo

Tenía ganas de ver cómo era el nudo que nos iba a permitir enfilar camino Soria rumbo al norte, en Torralba. Un nudo análogo al de Medinaceli en la carretera. De hecho, estábamos al lado de esta población que tiene un arco romano y un bar a pie de carretera que prepara buenos torreznos. Pero entonces llegó el largo túnel y me pilló de improvisto. Justo antes de abandonar la provincia de Guadalajara el tren se sumergió en un largo momento a oscuras y ya salió en Torralba, Soria, avanzando hacia la izquierda. El sol empezaba a ponerse sobre los campos de cereal inmensos y despoblados y, de pronto, reparé en que la vía había cambiado. Vaya si había cambiado.

Ya no era doble, ni estaba electrificada, ni permitía correr como antes o no daba esa sensación. Tampoco se podía medir, puesto que el velocímetro con el que a modo informativo nos obsequiaba Renfe había desaparecido tras abandonar la vía de Madrid a Zaragoza. Y nos acompañaba un tremendo traqueteo. Algo evocador, es verdad, como de otra época, pero más que palpable. Hay que decir que este traqueteo desapareció en un tramo de esta vía, poco antes de Almazán, pero volvió al final, antes de llegar a destino.

La puesta de sol fue majestuosa, eso sí. Entre nubes que la hacían aún más épica. El trayecto por la provincia de Soria oscila entre campos, robledales y los pocos pueblos que jalonan la vía. Ahora para en tres: Almazán, Tardelcuende (este fue donde mi bisabuelo ejerció de ferroviario más años, pero no solamente) y Quintana Redonda.

Justo antes de llegar a Tardelcuende, el tren se detuvo en medio de la vía. Luego me enteré, por la mujer que acompañaba a su hija pequeña a ver a sus abuelos en Soria, que habían puesto algunas piedras en el camino. Puede que se tratase de una gamberrada de los chicos del pueblo, pero me pareció muy metafórico. Y peligroso, claro.

Llegada de noche… y al bar

Poco antes de las diez de la noche, entre los vaivenes del traqueteo que te hacían pensar que íbamos tan rápido como podíamos y que lo siguiente era echar a volar, llegamos a Soria. Más pasajeros de los que pronostiqué al inicio, puede que una veintena larga. Entonces, me topé con lo último que me esperaba: resulta que en el andén de la vieja estación de Soria han abierto un bar y su aspecto es magnífico. Tiene mesas dentro y fuera, sitio donde cenar y usa los servicios de la estación. Puede que esto lo hayan hecho en otros sitios, allí luce genial.

Imagino que este trayecto es de todo menos poético para los sorianos, que ha visto cerrar a lo largo de varias décadas el resto de sus antiguas vías de tren (a Burgos, a Calatayud, a Castejón…) y que ahora ven cómo las inversiones ferroviarias siguen sin llegar, reservadas a la alta velocidad. A mí, en todo caso, de familia de ferroviarios, me hizo ilusión esta aproximación en tren. Y auguro que no será la última, aunque los horarios no son demasiado variados para poder elegir.

Después de ir pegado a la ventanilla, tomando notas que luego no hace falta mirar porque todo se graba en la memoria; una vez pasados tantos pueblos, unos con y otros sin parada, y esa puesta de sol, ya no me acordaba casi ni que había salido de Madrid. Supongo que esto no es muy funcional, pero en verano y para quienes seguimos siendo emigrantes en esa ciudad, resulta casi terapéutico.

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